Aquí estamos, tú, yo, la fría noche que se cierne sobre
nosotros, el sonido lejano de los coches y el cercano oleaje del mar a nuestros
pies, la cristalizada arena q nos envuelve, la débil brisa que me hace tiritar…
y entonces te das cuenta que todo lo demás sobra, que lo que nos hace disfrutar
es el inicio, ese tu y yo, porque, qué es un paisaje sin ese recuerdo que ronda
por tu cabeza, sin esa idea que te hizo visitarlo o sin ese acompañante que pestañea
a tu lado.
Como esas historias contadas al aire, soltadas a bocanadas
intermitentes, de forma rápida y brusca, como si todo fuese a durar esa milésima
de segundo en la que se forman las palabras en tu cabeza antes de salir
disparadas, pudiendo ser plasmadas en papel, hechas siluetas en la arena o
incluso acariciadas en la piel, pero que adquieren sentido si alguien las
escucha, las recoge, si alguien disfruta de ellas con una sonrisa, con una
mirada que evoca el teletransporte allá a donde le lleva su propia imaginación,
mientras te muerdes suavemente el labio.
O, tal vez, simplemente el silencio, ese que te encoje por
dentro hasta hacerte insignificante, el que te hace sonreír cada día y buscar a
tientas en la cama, porque todo ese silencio queda reducido a cenizas si es
mientras paseas de la mano, le observas sin que se dé cuenta, recorres cada
centímetro o mientras sellas sus labios.
Puede que incluso esa lágrima, aquella que brota sin querer,
que aparece de repente como si llevase ahí siglos guardada, esperando el
momento y el lugar más inesperado, esa gotita que cambia cuando el sentimiento
que conlleva es alegría por volver, satisfacción por no haber perdido la
esperanza, confianza por haber sido capaz o seguridad de que al fin pudiste
llegar a ese punto en el que ya no hay vuelta atrás.
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