No es nada nuevo decir que a veces algunas personas tienen la suerte de compartir sus días con seres especiales, que viven esa sensación inaudita de poder hablar sin tener que decir nada porque solo un gesto o una mirada bastan, que logran presenciar en primera persona el instante en el que se cruzan con alguien que pone su vida del revés y en el que se olvidan hasta de cómo tener los pies sobre el suelo, que tienen la fortuna de poder despertar cada mañana con su olor y sabor preferidos, que se estremecen cada vez que reciben un abrazo inesperado por la espalda o ese dulce beso en la comisura de los labios…
Tampoco es nada nuevo que nada dura para siempre, sin
embargo extrañamente son pocos los que realmente lo valoran mientras viven estos
momentos. Sea como sea, siempre solemos decir que bendito y odiado sentimiento es
aquel que te puede dar y quitar tanto, pasando todo antes de que te des cuenta
siquiera de lo que ocurre. Quieras o no, al final acabas siendo cómplice de su
locura, te dejas llevar y arrastrar por el como si no existiera nada más en la
vida, nunca te da tiempo a recoger nada para el camino y al final acabas tremendamente
vacío, inexplicablemente más de lo que en algún momento anterior estuviste…
¿Y después qué? Queda recomponerse en uno de los pequeños
pedacitos supervivientes, recolocar los fragmentos de lo que un día fue la vida
que esperabas tener, recuperar los sueños que algún día pasado tuviste y que
andarán guardados en vete a saber qué rincón del mundo, reaprender lo que
esperabas que la vida te hubiera enseñado ya, reutilizar los consejos que antes
dabas aunque ahora te resulten irrealizables, reagruparte con aquellas personas
que siguen apoyándote a pesar de todo, rediseñar aquello que un día te hizo
disfrutar de la vida…
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